La mayoría de las veces que comienzo a hilvanar letras para
formar algo, escribo sobre lo bien que estaba antes y lo miserable que me rijo
ahora, no puedo decir que mi vida sea todo mal, porque me va bastante bien,
pero esta vida no es para mí.
Cuando recuerdo momentos, invento cómo me hubiera sentido si
las cosas me hubieran salido mejor, y muchos de los resultados que fabricó son
siempre lo que no hubiera querido, porque muy seguramente no hubiera conocido a
las personas que me hacen ser, las personas que me han formado a lo que soy,
porque uno no es más que un compilado de las actitudes y aptitudes de quien lo
rodea.
Crítico de los momentos críticos que no se superan, soberano
en las relaciones inconclusas, experto en dejar ciclos abiertos, fan de abrir
nuevos, inoperante acompañado, quizá son de las características que podría
decir de mí cuando mi vida se comprometa más y deba trabajar; no seré jamás
nada especial.
No escribo nada de valor, jamás he marcado la vida de una
persona, no soy un lector empedernido y ni siquiera sé darme cuenta de cuando
alguien me quiere, quizá sólo sé diferenciar cuando alguien está demasiado
cerca de mí, cuando alguien es cálido y me agrada ese calor. No soy nada
especial.
Son melancólicas las noches, porque me sostengo en
argumentos donde todo –o la mayoría de las cosas- me resultan pedantes, y no
finjo sentir algo que no puedo mantener, pero sé fingir, por ejemplo, que me
agradan todos con los que hablo, cuando en verdad no soporto a varios.
No puedo decir qué es exactamente lo que escribo, desde que
recuerdo me han enseñado a denominar las expresiones como ensayos, cuentos,
artículos, columnas, pero la rapsodia es sólo eso: rapsodia.
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