Qué inmundas son las tardes que no son frías. No sé por qué
el clima se empeña en opacar la felicidad de nosotros los fríos. Quizá sea
porque Dios disfruta dar calor humano.
Vaya término simplificado el de las voces que escucho bajo
las gotas de lluvia. Son como voces de muertos cayendo en forma de gotas
invisibles, cayendo solo por caer. Caer por mero gusto de sentarse en el hombro
de alguien, hablar, esperar que los escuchen. Las gotas dicen “Dile a mis hijos
que estoy bien” pero nos limitamos a colgar el seco, secarnos el pelo y
sentarnos en la sequedad de nuestros hogares.
Mi perra sentada esperándome, posando su pelaje húmedo para luego
lanzarse hacia mí para mancharme. Mi celular mojado cuando paro la música, mi
pelo escurriendo y mi ropa más que empapada. La gente corriendo, las presas
agradeciendo. Lluvia.
Qué inmundas son las horas en las que no llueve. No sé por
qué las nubes se empeñan en no empañar. Quizá sea porque Dios hoy no está
triste.
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